y decidí callar.
Elegí no repetir las mismas dos palabras
que musitaba con la esperanza
de traducir los impulsos nerviosos de mi pensamiento,
los latidos arrítmicos de mi corazón
en un mensaje que llegaría a tus oídos,
los únicos en este mundo
tienen conexión directa con tu alma.
Ese día era un día normal,
prendí el interruptor del mecanismo de reloj
e hice todo al pie de la letra:
no hablé demasiado,
reí con tus chistes
y te dejé marchar
con uno de mis abrazos enredado en tu espalda.
Pero después de unas horas,
al volver tomaste mi cabeza
entre tus manos con facilidad y firmeza,
me viste a los ojos y pensé:
"¿Me atacará?
¿Reír me hará...?"
Y me plantaste un beso sin más.
Uno de esos besos
que te dejan detenido en el viento.
Y ya no reía con chistes malos,
ya no dejaba enredados mis abrazos,
ya no callaba...
todo fluía.
Por un momento,
tu piel no fue impermeable a mi cariño
y tus labios se convirtieron en los receptores
de todas las historias que me moría por contarte,
de todas las repeticiones esas dos palabras innombrables,
de todas mis risas de cuando en realidad se te sale la gracia.
Y te detuviste, y yo,
por más que siempre quiera luchar
con los clichés en mis experiencias,
sencillamente me fui flotando en una nube
a la siguiente hora de clase.