lunes, 29 de febrero de 2016

No sabía qué escribir

En el natalicio número 76 de la talentosa pintora Ethel Gilmour, recuerdo cuando le narré uno de sus cuadros: 


(No sé qué pintar, Ethel Gilmour, 1997)

El lienzo de color negro que la esperaba tras la puerta de su alcoba era la carta a Dios en la que estaba trabajando ese año, 1997. Ella se llama Ethel y ya decidió cortarse el cabello, es un camino por el que las personas en su condición deben optar tarde o temprano.
Había una razón por la que el lienzo era negro. Había sido azul, pero no era el tono de azul que quería. Cuando llegó a Colombia, en el 71, se había enamorado de su cielo azul. Amó el cielo azul de Medellín, que observaba desde la ventana de su casa en el Parque Bolívar, en la época cuando las balas resonaban bajo sus pies… pero ella solo podía mirar hacia arriba.
Esta vez miró hacia arriba del lienzo y comprendió que cualquier azul que pintara, sin importar el pantone, no volvería a ser  igual que el azul del cielo del que se enamoró a su llegada. De hecho, el tono de azul se había ido degradando hasta que sus manos finalmente, por inercia, decidieron esparcir pintura negra en el fondo. El negro siempre era el mismo color, no admitía tonalidades. Y siempre se necesitaba oscuridad para ver las estrellas, una de las pocas cosas que le quedaban para disfrutar.
Vivía maravillada en Colombia, pues la luz de la ciudad era muy tenue comparada con la de su natal imperio estadounidense, y le permitía siempre ver al menos una estrella cada noche. A veces la luz de una estrella era lo único que se requería para apaciguarla. Su esposo Jorge era una de sus estrellas.
Aún no le había contado nada. No sabía cómo decirle que quería librarse de las cosas que su mismo Dios le había puesto en el camino; no sabía cómo enfrentar el hecho de que él la entendiera, que la mirara con sus ojos afables y estrechara su escuálido cuerpo con sus brazos repletos de vellos canosos. Definitivamente, quería que apareciera un punto de giro que cambiara la condición en la que viviría por unos cuantos años más.
Era la razón por la que el cielo en este cuadro era negro y no azul. Había pensado en Dios y por eso pintó su nombre en una de las estrellas blancas que comenzaban a colorear el cuadro, después de todo, esta era otra carta para Él.
Ethel pintaba descalza. Le gustaba sentir el piso de madera de su alcoba. Después de pintar las estrellas, se puso las chanclas, cruzó a la cocina y en un mug revolvió un poco de café, amargo y triste. Tomó la taza en una mano y con la otra agarró un pan de yuca, un manjar colombiano que disfrutaba mordisquear a cuentagotas. Regresó a la habitación y al empujar la puerta con su codo, derramó un poco de café dejando una mancha oscura en un tapete de encaje blanco que tenía extendido en el suelo.
Posó la tasa en una mesita y agarró el pincel blanco, aún húmedo por el cielo estrellado, y trazó el tapete en el lienzo sin la mancha. Valía la pena verlo y plasmarlo límpido, incorruptible. El café lo había arruinado de forma tan súbita como las diminutas células del cáncer habían llegado a su propio cuerpo.
Sin embargo, pintar un tapete de encaje blanco sin manchas no iba a hacer que el silencioso bicho que le crecía adentro se detuviera. Pensó en cómo serían las células que se reproducían dentro de ella mientras pintaba el cuadro, y trazó toda una corte de pepitas rojas que formaban un pasillo.
Un pasillo donde luego se dibujaría una silueta minúscula de ella misma. Jorge de seguro iba a pedirle que luchara, eso era un hecho. Y cuando Jorge le ordenaba qué hacer, Ethel se sentía diminuta. Pero lo amaba, y no le importaba modelar sus huellas en algún rincón de sus cuadros, aunque estas terminaran siendo una figura de ella misma a pequeña escala.
Por otro lado, estaba siendo devorada por el pesimismo que nunca la había caracterizado. Las ideas nefastas que brotaban de su cabeza como girasoles, se decantaban por el pincel untado de pintura roja que sostenía entre sus manos. Quiso tirarlo lejos, pero apreciaba mucho su suelo de madera y el tapete blanco estaba suficientemente estropeado.
Lo metió el vaso, que salpicó unas gotas blancas producto del otro pincel recién lavado. Pintó luego el girasol que antes había imaginado nacer de su cabeza, recordando el amarillo del guayacán que veía todas las mañanas frente a su ventana. Mientras delineaba el girasol, se dijo a sí misma que si vivía más de cinco años después de recibir su nefasta noticia, el día anterior, se dedicaría a recrear guayacanes.
Dejó el girasol como una figura flotante en el lienzo, pues le recordó al broche que le había regalado su hermano mellizo la última vez que se habían visto en Bolivia, mientras ella era una maestra de kínder simplona. Pensó en su hermano y su extraño pero verosímil don de siempre averiguar qué le pasaba. Se preguntó si él se sentiría tan mal como ella y si todavía llevaba el copete que otrora le adornaba la cabeza. En su trasteo a la calle Ayacucho, había perdido su número de teléfono y su dirección postal.
Probablemente se encontrarían de nuevo si Ethel lograra volver a visitar a su madre. Estaría en la casa de Cleveland bebiendo leche, y se limpiaría el bigote casi transparente que se encalaba en su labio albino, al oírla cerrar la puerta y sacudir el paraguas. Y la besaría en la mejilla izquierda y escucharían el relato trillado de la mujer de mediana edad que les contaría lo hermosos que fueron de bebés.
Ethel pintó a su hermano con forma de bebé, porque quería mandarle un mensaje que le hiciera comprender y compartir la fragilidad que se apoderaba de su espíritu, y que él le besara la mejilla izquierda, y que ambos bebieran leche y que después de beber leche, todo estuviera bien.
Si Jorge hubiera irrumpido en el apartamento justo en ese instante, probablemente se hubiera roto en sus brazos. Hay quienes dicen que solo se puede romper a llorar o a reír, son las únicas emociones por lo que vale la pena hacerse añicos. Ethel, en cambio, opinaba que podía sentirse rota al caminar, al beber el café que manchó el tapete, al mordisquear un pan de yuca. Pero Jorge no merecía una esposa rota y ella quiso rociarse pegamento en todo el cuerpo para recomponerse otra vez. Ideó una regadera que rociara todo su cuerpo y con pequeñas gotas de convicción regresara su ser a la normalidad.
Luego se dio cuenta de que el lienzo negro no parecía una carta para su Dios, porque se halló a si misma trazando la silueta de un caballo como si su mano tuviera su propio momento de epifanía. A ella no le gustaban los caballos, y nunca le hablaba a Dios de las cosas que le eran indiferentes. No obstante, no podía evitar el balance de elementos que siempre aparecía en sus cuadros, de pintar sobre las cosas que le gustaban y las que no.
Si esta pieza iba a tener un dibujo tan feo como el de un caballo, también tendría que dibujar el tallo del girasol, que tampoco le gustaba por ser peludo al tacto. Pero lo pintó sobre el tapete blanco, para que este cimentara su deseo más grande de durar lo suficiente como para llegar a pintar guayacanes.
A las seis de la tarde del día en que Ethel creó el cuadro, la artista estaba delineando la tercera pata de la oveja que nunca pudo completar, porque su marido llegó a casa. Y con el mismo pincel blanco que pintó sus estrellas, que pintó a su Dios, que pintó al tapete y a la oveja, escribió al lado de su figurita “no se que pintar”, así, sin tildes, porque si no sabía vivir en esta nueva condición de existencia, a lo mejor no sabría tildar. Si no sabía tildar, no podría escribirle a su hermano ni anotar en su agenda la próxima cita con el oncólogo, y si no iba a ver al oncólogo, no sabría si podría pintar guayacanes.
No sabía qué escribirle a su Dios, cómo pedirle cambiar las cosas sin cambiarla a ella; no sabía qué pintar y por eso se pintó a sí misma una vez más.

Laura Bayer Yepes