(No sé qué pintar, Ethel Gilmour, 1997)
El lienzo de color negro que
la esperaba tras la puerta de su alcoba era la carta a Dios en la que estaba
trabajando ese año, 1997. Ella se llama Ethel y ya decidió cortarse el cabello,
es un camino por el que las personas en su condición deben optar tarde o
temprano.
Había una razón por la que
el lienzo era negro. Había sido azul, pero no era el tono de azul que quería. Cuando
llegó a Colombia, en el 71, se había enamorado de su cielo azul. Amó el cielo
azul de Medellín, que observaba desde la ventana de su casa en el Parque
Bolívar, en la época cuando las balas resonaban bajo sus pies… pero ella solo
podía mirar hacia arriba.
Esta vez miró hacia arriba
del lienzo y comprendió que cualquier azul que pintara, sin importar el
pantone, no volvería a ser igual que el
azul del cielo del que se enamoró a su llegada. De hecho, el tono de azul se
había ido degradando hasta que sus manos finalmente, por inercia, decidieron
esparcir pintura negra en el fondo. El negro siempre era el mismo color, no
admitía tonalidades. Y siempre se necesitaba oscuridad para ver las estrellas,
una de las pocas cosas que le quedaban para disfrutar.
Vivía maravillada en
Colombia, pues la luz de la ciudad era muy tenue comparada con la de su natal
imperio estadounidense, y le permitía siempre ver al menos una estrella cada
noche. A veces la luz de una estrella era lo único que se requería para
apaciguarla. Su esposo Jorge era una de sus estrellas.
Aún no le había contado
nada. No sabía cómo decirle que quería librarse de las cosas que su mismo Dios
le había puesto en el camino; no sabía cómo enfrentar el hecho de que él la
entendiera, que la mirara con sus ojos afables y estrechara su escuálido cuerpo
con sus brazos repletos de vellos canosos. Definitivamente, quería que
apareciera un punto de giro que cambiara la condición en la que viviría por
unos cuantos años más.
Era la razón por la que el
cielo en este cuadro era negro y no azul. Había pensado en Dios y por eso pintó
su nombre en una de las estrellas blancas que comenzaban a colorear el cuadro,
después de todo, esta era otra carta para Él.
Ethel pintaba descalza. Le
gustaba sentir el piso de madera de su alcoba. Después de pintar las estrellas,
se puso las chanclas, cruzó a la cocina y en un mug revolvió un poco de café,
amargo y triste. Tomó la taza en una mano y con la otra agarró un pan de yuca,
un manjar colombiano que disfrutaba mordisquear a cuentagotas. Regresó a la
habitación y al empujar la puerta con su codo, derramó un poco de café dejando
una mancha oscura en un tapete de encaje blanco que tenía extendido en el
suelo.
Posó la tasa en una mesita y
agarró el pincel blanco, aún húmedo por el cielo estrellado, y trazó el tapete
en el lienzo sin la mancha. Valía la pena verlo y plasmarlo límpido,
incorruptible. El café lo había arruinado de forma tan súbita como las
diminutas células del cáncer habían llegado a su propio cuerpo.
Sin embargo, pintar un
tapete de encaje blanco sin manchas no iba a hacer que el silencioso bicho que
le crecía adentro se detuviera. Pensó en cómo serían las células que se
reproducían dentro de ella mientras pintaba el cuadro, y trazó toda una corte
de pepitas rojas que formaban un pasillo.
Un pasillo donde luego se
dibujaría una silueta minúscula de ella misma. Jorge de seguro iba a pedirle
que luchara, eso era un hecho. Y cuando Jorge le ordenaba qué hacer, Ethel se
sentía diminuta. Pero lo amaba, y no le importaba modelar sus huellas en algún
rincón de sus cuadros, aunque estas terminaran siendo una figura de ella misma
a pequeña escala.
Por otro lado, estaba siendo
devorada por el pesimismo que nunca la había caracterizado. Las ideas nefastas
que brotaban de su cabeza como girasoles, se decantaban por el pincel untado de
pintura roja que sostenía entre sus manos. Quiso tirarlo lejos, pero apreciaba
mucho su suelo de madera y el tapete blanco estaba suficientemente estropeado.
Lo metió el vaso, que
salpicó unas gotas blancas producto del otro pincel recién lavado. Pintó luego
el girasol que antes había imaginado nacer de su cabeza, recordando el amarillo
del guayacán que veía todas las mañanas frente a su ventana. Mientras delineaba
el girasol, se dijo a sí misma que si vivía más de cinco años después de
recibir su nefasta noticia, el día anterior, se dedicaría a recrear guayacanes.
Dejó el girasol como una
figura flotante en el lienzo, pues le recordó al broche que le había regalado
su hermano mellizo la última vez que se habían visto en Bolivia, mientras ella
era una maestra de kínder simplona. Pensó en su hermano y su extraño pero
verosímil don de siempre averiguar qué le pasaba. Se preguntó si él se sentiría
tan mal como ella y si todavía llevaba el copete que otrora le adornaba la
cabeza. En su trasteo a la calle Ayacucho, había perdido su número de teléfono
y su dirección postal.
Probablemente se
encontrarían de nuevo si Ethel lograra volver a visitar a su madre. Estaría en
la casa de Cleveland bebiendo leche, y se limpiaría el bigote casi transparente
que se encalaba en su labio albino, al oírla cerrar la puerta y sacudir el
paraguas. Y la besaría en la mejilla izquierda y escucharían el relato trillado
de la mujer de mediana edad que les contaría lo hermosos que fueron de bebés.
Ethel pintó a su hermano con
forma de bebé, porque quería mandarle un mensaje que le hiciera comprender y
compartir la fragilidad que se apoderaba de su espíritu, y que él le besara la
mejilla izquierda, y que ambos bebieran leche y que después de beber leche,
todo estuviera bien.
Si Jorge hubiera irrumpido
en el apartamento justo en ese instante, probablemente se hubiera roto en sus
brazos. Hay quienes dicen que solo se puede romper a llorar o a reír, son las
únicas emociones por lo que vale la pena hacerse añicos. Ethel, en cambio,
opinaba que podía sentirse rota al caminar, al beber el café que manchó el
tapete, al mordisquear un pan de yuca. Pero Jorge no merecía una esposa rota y
ella quiso rociarse pegamento en todo el cuerpo para recomponerse otra vez.
Ideó una regadera que rociara todo su cuerpo y con pequeñas gotas de convicción
regresara su ser a la normalidad.
Luego se dio cuenta de que
el lienzo negro no parecía una carta para su Dios, porque se halló a si misma
trazando la silueta de un caballo como si su mano tuviera su propio momento de
epifanía. A ella no le gustaban los caballos, y nunca le hablaba a Dios de las
cosas que le eran indiferentes. No obstante, no podía evitar el balance de
elementos que siempre aparecía en sus cuadros, de pintar sobre las cosas que le
gustaban y las que no.
Si esta pieza iba a tener un
dibujo tan feo como el de un caballo, también tendría que dibujar el tallo del
girasol, que tampoco le gustaba por ser peludo al tacto. Pero lo pintó sobre el
tapete blanco, para que este cimentara su deseo más grande de durar lo
suficiente como para llegar a pintar guayacanes.
A las seis de la tarde del
día en que Ethel creó el cuadro, la artista estaba delineando la tercera pata
de la oveja que nunca pudo completar, porque su marido llegó a casa. Y con el
mismo pincel blanco que pintó sus estrellas, que pintó a su Dios, que pintó al
tapete y a la oveja, escribió al lado de su figurita “no se que pintar”, así,
sin tildes, porque si no sabía vivir en esta nueva condición de existencia, a
lo mejor no sabría tildar. Si no sabía tildar, no podría escribirle a su
hermano ni anotar en su agenda la próxima cita con el oncólogo, y si no iba a
ver al oncólogo, no sabría si podría pintar guayacanes.
No sabía qué escribirle a su
Dios, cómo pedirle cambiar las cosas sin cambiarla a ella; no sabía qué pintar
y por eso se pintó a sí misma una vez más.
Laura Bayer Yepes